Hace 7 años que hago pasteles. Aprendí a hacerlos como un deber patriótico y familiar. El pastel es un plato fundamental de la gastronomía puertorriqueña y de la época Navideña, en especial. Su apariencia es la de un tamal, pero se confecciona con masa de guineo molido (una variedad de banano verde, que en Puerto Rico se le llama guineo enano)[1] a la que se rellena con cerdo. Tanto el guineo como el cerdo son alimentos fundamentales en nuestra cocina. Hoy día los pasteles se hacen también de yuca y ambos se rellenan tanto con pollo como se hacen vegetarianos. Una vez se les da su forma, se envuelven en hojas de plátano amortiguadas por el fuego y se hierven. Es un plato riquísimo y muy calórico. Resalto además, que en Comerío y otros pueblos del centro de la Isla, se confeccionan de arroz.
La tradición del pastel en mi familia, como en la de tantas otras en Puerto Rico, siempre estuvo bien arraigada. Desde niña recuerdo a mis papás con el trajín de buscar los materiales y juntarse en equipo para confeccionarlos. Mi memoria de las Navidades de mi niñez está ligada a la presencia de ese ritual. La parte más engorrosa de ese proceso es la de pelar los guineos. Como es una tarea tan ardua la de hacer pasteles, cuando se hacen, normalmente se producen en una buena cantidad, porque se congelan y se van hirviendo según la ocasión lo amerite. Por eso, se pelan “manos” de guineos que acumulan como 80 o 100 guineos. No mucha gente está disponible para esa labor. La savia del guineo deja una mancha molestosa y dificil de sacar en las manos, aparte de que es un trabajo que requiere de una gran paciencia. En mi familia había dos “mondadores” de guineo oficiales, los tíos Jacobo y Gustavo. En mi casa, lo hacía Jacobo. Mi tío bebía y en las Navidades era la época preferencial para el disfrute. El espacio para la pastelada era la cocina, el comedor, una larga galería que conectaba a ambos y el lugar final era el patio. Las niñas también teníamos tarea: a mi hermana Marilyn y a mí, no con mucho contento, se nos reclutaba para amarrar los pasteles. Una vez construidas las pilas de pasteles, hablo de 6 o 7 docenas de pasteles, la reunión se movía al patio. ¿Por qué el patio? Porque una vez terminado el trabajo, en el patio nos esperaba Jacobo, contento, con una lata de galletas Sultana (que era más bien como un latón) colocada sobre leña con el agua hirviendo, lista para acoger la primera docena. Ahora que lo pienso era un proceso como el de la siembra. Los pasteles en el latón eran como la recogida del café o el maíz. Era el proceso inevitable de catar el alimento confeccionado, pero era igualmente, la recompensa por la labor cumplida un año más. Y toda esta memoria tiene música, porque la tarea iba acompañada de la música campesina que salía del radio de mi tío Jacobo.
Cuando en mi edad adulta me vi sin los miembros de mi familia que producían los pasteles navideños (ya que también mi tía los hacía) … porque todos habían fallecido, empecé a cobrar conciencia de que el batón no había sido recogido. Era una labor titánica que no me atrevía a hacer sola. Tampoco tenía mucho más que la memoria, porque nunca me ocupé de aprender a hacer la parte ardua del asunto: preparar la masa, escoger las carnes y combinar ingredientes. ¡Menos aún la terrible y temida tarea de amortiguar las hojas! Pero la idea me seguía acechando porque sabía que no quería ser yo la generación que acabara con la tradición familiar. Así es que empecé a buscar algún apoyo moral y cocineril para la empresa. Me acerqué a algunas personas que me son cercanas y que saben y disfrutan de la cocina, pero todo el mundo rechazó graciosamente. Según me iban diciendo que no, fui aclarándome que esto había cobrado dimensiones patrióticas porque es un arte que define aspectos de nuestra cultura afropuertorriqueña que no deben desaparecer.
Estuve dando y dando hasta que me topé con un amigo y colega que se mueve en el mundo de la cocina gourmet y me dijo que sí en el acto. Su mamá también hacía pasteles. Fue así como encontré en las manos y en el gusto del Dr. Hilton Alers Valentín, la compañía perfecta para comenzar mi “rescate” del patrimonio familiar y nacional.
El primer año la tarea de Jacobo me tocó a mí. Como buenos novatos ardorosamente entregados al deber de acercarnos reverentemente a la tradición, empezamos en cero. Pelamos los guineos, molimos la masa, con la ayuda de otra colega, Marlene Acarón, cortamos toda la verdura[2], hicimos el sofrito, guisamos la carne y demás. Lo único que no hicimos fue amortiguar las hojas porque para estas fechas, gracias a Dios, se consiguen ya amortiguadas en las plazas de mercado. Ese mismo año nos enteramos de que los guineos ya se venden molidos (en su estado natural, sin aderezar, sólo el guineo molido; o sea para evitarse el trabajo de mondar y guayar) y también que se puede conseguir una carne limpia y buena, cortada ya en pedacitos, lo que elimina una gran cantidad de trabajo. Fueron dos días de trabajo duro, de largas horas de cansancio, pero para ambos de gran disfrute. A la hora de amarrar, se nos unió el último que faltaba, mi esposo, José Raúl Feliciano Rivera, quien se dedicó a cortar los cordones. Y al incluir estos detalles, consigno que me encontré reproduciendo la labor colectiva que se daba en la casa de mi niñez.
Alan Dundes construyó un silogismo muy conocido para quienes trabajamos con el folclor: folclor es tradición y tradición es variación, por tanto folclor es variación. Es, precisamente, lo que se ha dado en mi experiencia de hacer pasteles. He conservado el espíritu de la tradición de mis papás, pero con la ayuda de Hilton y de la Placita Tolín, amén de con los 10 o 20 años que han mediado entre la tradición de mis papás y la mía, he moldeado y adaptado mi nueva tradición. Para mi papá, como para mucha gente de mi país, es un pecado echarle a la masa otros ingredientes que no sea el guineo. Hilton y yo, usando tanto la experiencia de su mamá, como la envidiable experticia culinaria de Hilton, le echamos yautía y calabaza, lo que le da una textura y un color inigualables al pastel. Por esto pido perdón a mi papá. Mea culpa también por usar papel para asegurar la hoja de guineo; seña inequívoca - e imperdonable, diría papi - de que no domino el oficio de hacer el pastel sin romper la hoja. Como buenos hijos e hijas de esta generación de gente a la que el tiempo no le sobra, hemos aceptado los increíbles oficios de la gente de la Placita Tolín en San Germán, un pueblo del oeste central de Puerto Rico. Compramos los ingredientes de la masa molidos, así como la carne excelente, limpia y cortada, con lo cual nos hemos economizado todo el trabajo duro, sin sacrificar nuestra impronta culinaria, porque todo lo que es sazón y gusto es nuestro.
Cada año que hago mis pasteles recuerdo a las tantísimas mujeres solas que levantaron familias completas de hijos e hijas profesionales haciendo pasteles. No sé cuántas veces he oído: “Tú las ves ahí, levantó 4 hijos haciendo pasteles y tiene un médico, una ingeniera, un maestro y una contadora.“ O “Mi mamá se pasó la vida haciendo pasteles para vender. Así nos crió.” Es una historia replicada muchas veces en mi país. Por eso no ceso de admirarlas, porque es un trabajo durísimo, tan arduo que apenas puedo imaginarlo como una rutina diaria. Hoy yo compro mis materiales, pero también pienso mucho en cuando las hacedoras de pasteles buscaban los racimos de guineos en sus minúsculas siembras o los recibían a manera de trueque del vecino o vecina que tuviera una mata[3]: “ Te doy guineos, me das pasteles.” Nuestra relación con los plátanos y los guineos es tan profunda que aún hoy en el Puerto Rico “moderno” cualquiera que tiene un pedazo de tierra, lo estrena sembrando una mata de plátanos o guineos. Es como si nos diera la seguridad de que mientras tengamos una no moriremos de hambre.
Mi experiencia de hacer pasteles es hermosa. El primer día que me vi frente a la mesa de trabajo con todo listo para empezar a crear mis primeros pasteles, me acompañaron las escenas más memorables de mi niñez y los recuerdos más hermosos de la tradición puertorriqueña. Sentí tanto a mi mamá, como a mi papá, como a mi queridísimo Jacobo detrás de mí. Me había convertido en ellos y ahora estoy lista para traspasárselo a mi hijo Raúl y a mis sobrinas Carolina y Stephanie, porque como bien ha dicho – Alba Cepeda[4] y he aprendido en las Promesas de Reyes de la familia Rivera en Añasco, la tradición familiar “les toca, les toca, porque les toca.”
[1] En Puerto Rico se le llama guineo a lo que en otros países se le llama banano y plátano a la variedad que se come verde, aunque en Puerto Rico se utiliza muchísimo también maduro. La denominación surge, según el lingüista puertorriqueño Manuel Álvarez Nazario “de la abreviación denominativa de plátano guineo o plátano de Guinea.” El elemento afronegroide en el español de Puerto Rico. San Juan: ICP, 1974, pág. 233.
[2] Así le llamamos en la zona oeste a los ingredientes que se usan para el sofrito, entre otros, pimientos, cebollas, tomates, ajíes dulces, ajos.
[3] Una planta
[4] Así lo señala en cuanto a la tradición de la bomba en el excelente documental Bomba: Dancing the Drum. Searchlight Films, 2000.
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