Leyendo a Norma Elia Cantú en el libro Voices from the Ancestors*: “El luto is part of our intangible cultural legacy.” (“Teachings from mami”, p. 172) recordé mi primera experiencia con un luto de verdad. Una de las personas más importantes de mi vida: mi mamá, fue el primer luto desgarrador y cercano que viví. Acababa de cumplir 40 años y me había pasado el año anterior completo pensando qué sería de mi vida si mi mamá se moría. Y como la vida es como es, murió en mi cama y mientras contestaba las preguntas más absurdas e impropias de una ocasión de emergencia que me hacía el operador del 911. Recuerdo perfectamente: con un ojo trataba de atender la llamada y con el otro vi/sentí el último aliento de mi mamá.
Vuelvo a la mañana del entierro. Muy temprano por la mañana me acerqué al closet a buscar qué ponerme. Repasé la ropa negra. Me entró un terror, una parálisis, una abrumadora inmovilidad que recuerdo que se convirtió en un grito interior. ¡NO! ¡Ropa negra no! Andando el tiempo me doy cuenta de que fue un acto de negación. Vestirme de negro era aceptar que mami se había ido de mi vida y no estaba lista para eso. Ponerme el luto era declararme huérfana.
Corrí de nuevo al closet y busqué un hermoso traje de flores que me había estrenado el día de las madres. Y también ahora que lo pienso, ponerme ese traje fue mi manera de homenajear a mi mamá de la manera más tradicional (naturalmente, obviando que es el negro la manera más tradicional de hacerlo). Es que me había puesto un traje digno de un día de madres. Fue como convertirme en un ramo de flores para mi mamá fallecida.
Otro recuerdo que viene cosido a ese es que a esa hora temprana de la mañana llamé a mi tía para anunciarle que no me vestiría de negro. Siendo tan convencional, verme llegar con un traje de flores multicolor no le caería nada bien. Me contestó con condescendencia que no era nada, que no tenía por qué explicarle nada. Claro, después entendí que lo vio como un “síntoma” de mi estrés postraumático y no quiso “llevarme la contraria,” por eso de que a lxs locxs no se les “irrita.”
Aunque, viví, igual que la autora, en momentos en que en nuestras comunidades no se ponía música en la casa si había muerto alguien en el vecindario y las mujeres cumplían rigurosamente su luto de un año, yo no pude. En honor a lo que habría pensado mi mamá, me vestí todo el año de colores claros y suaves, pero nunca me pude poner un traje negro. Eso no me pasó con ninguno de los demás seres queridos cercanos, ni siquiera con papi, aunque igual para el luto posterior al entierro me vestí de blanco o colores suaves, no de negro. Pero, de todas maneras, nunca recuerdo un periodo más triste en mi vida, un tiempo doloroso que durara tanto. A lo largo de mi vida vi cambiar las tradiciones, recuerdo cuando las mujeres empezaron a alejarse del riguroso negro y también recuerdo lo mal que lo veían las personas mayores, al extremo de igualarlo con “falta de sentimientos”, “corazón de araña pelúa” y lindezas parecidas. Ironizaban eso del “luto se lleva en el corazón.” No obstante, y sin ser irrespetuosa, sigo creyendo, por mi experiencia, que el luto más duro, el que no se apaga, solo se aplaca, es cierto que se vive en el corazón. Igual recuerdo esas imágenes tan dolorosas de mujeres rigurosamente vestidas de negro, de la cabeza a los pies, con medias negras de nilón incluidas, en este trópico abusador, un año completo. O las que decidieron guardarlo para toda la vida. Sí, fueron parte de mi espacio cultural y cuando leo a Norma Cantú vienen a mi mente. También vinieron a mi mente cuando me paralicé frente a la percha de mi clóset. El luto es un proceso que se asume de formas diferentes. A través de todas ellas, cuando el dolor es genuino, se comunica unción, homenaje, pena, desamparo, necesidad de empatía, de acompañamiento y sobre todo se clama por respeto. Por eso, ahora de mayor, entiendo todas las manifestaciones del luto con otro entendimiento y con respeto.
Sin embargo, cuando murió mi mamá, el ritual que sí entendí fue el de la funeraria, el velorio. A esa edad, nada de eso me tenía mucho sentido. Pero de todas las horas que pasé en la funeraria (un día completo y al otro día su entierro) y nunca olvidaré fue lo que significó para mí la compañía de gente querida. Primero, la innegable presencia del ataúd me obligó a mirar la muerte de frente. Segundo, contar tantas veces cómo habían sido sus últimos momentos, me hizo interiorizarlo. Tercero, para donde quiera que miraba en la capilla veía la cara de alguien que me quería, alguien que estaba ahí porque lo sentía y porque genuinamente había querido a mami o me quería a mí o a mi papá o a mi hermana, o a los tres. Cuarto, ver los esfuerzos que hacían por acompañarnos, por distraernos o escucharnos me dio fuerzas para soportar esa tristeza. Jamás olvidaré a las personas que, sin ser de la familia directa, estuvieron conmigo todas esas largas horas y ambos días hasta dejar el cuerpo de mi mamá sembrado en la tierra. Reflexionando sobre eso después, entendí qué lugar ocupan ciertos rituales tradicionales en nuestras vidas.
Sé que los velorios tienen múltiples interpretaciones. Para algunas personas ya no tienen sentido, para otras son ocasiones sociales en que la gente va solo a socializar o a cumplir por obligación. Sin embargo, para mí fueron horas de sanación y fortalecimiento en medio del proceso más doloroso, inesperado e inexplicable para mí.
Maravillosamente, las realidades culturales en las que vivimos inmersxs nos cuentan muchas historias, nos muestran múltiples posibilidades para entendernos, contarnos y enriquecer nuestro paisaje humano y cultural.
Los velorios y los funerales tienen otras dimensiones, las que nos dicen que son espacios y ocasiones en las que se reúne gente diversa, que sin dejar de amar a sus seres queridos o de sentir empatía y amistad con las personas que han sufrido una pérdida, llevamos nuestras idiosincrasias, realidades, necesidades, historia. Todo eso, en las funerarias, construye un grupo en ese espacio dedicado a la muerte, efímero, pero grupo al fin, que se repite, se transforma y que produce expresividades tan deliciosas y representativas de momentos en el tiempo y en el espacio como estas, que gracias a una amiga** comparto con ustedes para terminar con otra nota la reflexión sobre el luto. Lo que pasa dentro de las funerarias, felizmente, también es parte de nuestros rituales. Me ha parecido relevante incluir esta conversación porque, además de para cerrar con otro tono, en este grupo que se constituye a partir del Facebook de mi amiga, se da una conversación entre personas jóvenes que, usando esta red social, logran darnos con suma espontaneidad y gracia una entrada y una mirada a ese otro mundo de la funeraria, el espacio social y hasta gastronómico - puede decirse en rigor- que es parte de nuestras costumbres en relación con la muerte.
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Para unirme a la conversación anoto que mi recuerdo más lejano es de los divinos pastelillos de carne*** de la Ricomini en la Funeraria Mayagüez Memorial y el más cercano, ahí mismo: mofongo con caldo y carne frita. No sé si a la alta burguesía mayagüezana la acogen con el mismo menú.
* Voices from the Ancestors. Xicanx and Latinx Spiritual Expressions and Healing Practices. Edited by Lara Medina and Martha R. Gonzales. Tucson: The University of Arizona Press, 2019
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*** Como se discute hasta el cansancio, para nosotros en el oeste, el pastelillo es el que se hace de hojaldre y la empanadilla las de harina, tanto trigo como maíz.
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