Como le expliqué a Isha V. Rodríguez González en la conversación que tuvimos en el programa Para servirte, mi intención es abrir este espacio de Proyecto Ekundayo para colaboraciones sobre temas relacionados con el folclor. Aquí les comparto otra participación de un querido amigo y colega de la UPR en Mayagüez, el doctor Roberto Fernández Valledor. ¡Disfrútenlo! (Julia Cristina)
El culto religioso anima profundamente la vida social. La religión católica en Puerto Rico no es austera y fría. Las solemnidades religiosas van unidas generalmente a fiestas populares en las que el vecindario da rienda suelta a su espíritu bullanguero y ruidoso.
Arturo Morales Carrión
En la presentación que escribiera para el valioso estudio sobre el Rosario folclórico puertorriqueño, que realizaran los hermanos Pedro y Elsa Escabí Agostini, el cual aparece en el portal cibernético de Casa Paoli, mencioné una particular forma de venerar a los santos que los puertorriqueños tenían, durante la época colonial, de velarlos toda la noche dentro del templo parroquial, a lo cual se denominaba “velaciones”. No pude abundar sobre el particular, porque no era pertinente al escrito en cuestión. Ahora presentaré este tipo de piedad popular o folclórica que estuvo muy extendida, no sólo en Puerto Rico, sino también en toda Hispanoamérica.
El calendario litúrgico prescribe que los domingos y algunas fiestas, tanto del Señor como de la Virgen o algunos santos, tengan vísperas el día anterior. Esto es una reminiscencia de las seculares vigilias nocturnas que antaño se hacían y aún se hacen en comunidades religiosas, para darle mayor solemnidad a una festividad. Desde el día anterior los fieles reunidos pasaban la noche entre oraciones y cánticos religiosos, hasta el amanecer que se celebraba la misa solemne.
Sus orígenes se remontan a los primeros siglos del cristianismo. Durante las persecuciones, los cristianos hacían sus reuniones durante las noches, en lugares aparatados. Pasaban la noche entre oraciones, cánticos y salmos hasta la aurora que se celebraba la misa. El sacerdote jesuita, Remigio Vilariño, en su Puntos de catecismo (Núm. 1097-1098), indica que, a medida que se les fue dando más libertad, las vigilias fueron cesando y sólo se hacían en las principales solemnidades. Desde el siglo XI cesaron las vigilias del pueblo y hoy día las conservan algunas órdenes religiosas. En las vigilias se solía ayunar, ya que los cristianos, desde que éstos las comenzaban, no comían nada hasta después de la misa. Aún recuerdo de joven el ayuno y la abstinencia el día antes de la Inmaculada, 7 de diciembre, y el de la Navidad, 23 de diciembre, reminiscencia de estas antiquísimas vigilias.
Abundan los textos litúrgicos y testimonios antiguos que describen las oraciones y el ritual de estas celebraciones. Me parece que el de Egeria lo sintetiza muy bien. Ella era una culta abadesa hispano-romana del siglo IV que viajó a los Santos Lugares y nos dejó un libro sobre su peregrinación. Indica que antes del canto de los gallos, a la medianoche, se abrían las puertas del templo. Los laicos, hombres y mujeres, los monjes y las monjas, desde esa hora hasta el amanecer, dicen himnos y siguen los salmos y las antífonas. A cada uno de los himnos se dice una oración. Cuando comienza el amanecer recitan los himnos de maitines y, al llegar, el obispo reza una oración, bendice a los presentes y oficia la misa.
Paulatinamente, en estas velaciones se fueron introduciendo elementos que no eran religiosos, ante lo cual los prelados determinaron que las mismas se celebraran en el exterior de los templos. Al estar fuera de la iglesia, el pueblo se sintió con más libertad aún de introducir otras formas no religiosas en la celebración. No faltaban en ellas los juglares y, aunque los había religiosos, que iban de aldea en aldea por determinadas festividades litúrgicas cantando sus romances sobre santos y pasajes bíblicos, como advierte Menéndez Pidal: “[…] el juglar religioso no era siempre devoto, sino que se descarrilaba a menudo en muchas profanidades”. Hecho que se constata en las abundantes críticas de las autoridades religiosas que los consideraban escandalosos.
Ya en el siglo XIV, don Juan Manuel en su Libro de los estados (1330), capítulo LII, explica cómo estas costumbres piadosas de hacer vigilias, con el transcurso del tiempo, se fueron secularizando, al introducírsele elementos “mundanos”. Las mismas nacieron al calor de la devoción religiosa, pero luego se desvirtuaron:
Otrosí [Además] si los primeros que ordenaron que las gentes fiziesen [hicieran] vigilias, fizieron lo [lo hicieron] por que las gentes fuesen aquellos santuarios en que oviesen deuoçion [hubiese devoción] y que aly [allí] velasen y rogasen a Dios queles perdonase sus pecados y los endereçase para saluar las almas y los cuerpos.
Añade que, con el tiempo, a esta piedad religiosa se le fueron introduciendo elementos profanos, contrarios a los que originaron dichas velas:
Mas en las vigilias que agora fazen[ahora se hacen] allí se dicen cantares y se tannen estrumentos [tocan instrumentos] y se fablan palabras y se ponen posturas que son todas el contrario de aquello para que las vigilias fueron ordenadas.
Sin embargo, hay un hecho que se debe tener en cuenta para entender esto. En la mentalidad popular, como lo han señalado los estudiosos, lo profano está estrechamente ligado a lo religioso, ya que éste se vincula a la cultura, en una especie de complementación. No perdamos de vista que cultura se considera todo aquello que, de alguna manera, tiene significado y valor para el pueblo. Téngase en cuenta que la propia iglesia cristianizó ciertos ritos civiles. Asimismo, el hecho de que lo religioso va unido a la cultura, ya que cada pueblo adora a la divinidad, según su idiosincrasia. La fe, pues, se encuentra enraizada en la cultura y, a su vez, la cultura expresa de diversas formas la fe del pueblo. No se puede obviar que el ser humano percibe la fe a través del lenguaje cultural y esto lo saben muy bien los misioneros que adaptan el mensaje cristiano a la mentalidad de los países que evangelizan.
A principios del siglo XVII, Sebastián de Covarrubias y Orozco, en su Tesoro de la lengua (1611), cuando explica el vocablo “vigilia”, alude al origen de esta devoción popular y cómo paulatinamente la misma se fue desvirtuando:
Vigilia: es la vela que se hace por devoción de partes de la tarde y en la noche, antes de la festividad en que la Iglesia católica señala las vigilias, o dentro de los templos o en sus cementerios. Esta fue costumbre muy antigua, desde el tiempo de los apóstoles; fuéronse reformando estas velas, porque en vez de orar o cantar himnos y alabanzas a Dios y a los santos, venían a profanar las iglesias; y así el día de hoy se da licencia para semejantes velas con mucha dificultad, y asistiendo ministros devotos a la guarda de la iglesia, y esto he visto que se concede a la gente devota y forastera. En algunos santuarios la víspera de la advocación del santo o santa, porque concurriendo mucha gente forastera no caben en los mesones ni hallan posada y gozan de la devoción de la vela enteramente.
Obsérvese que este lexicógrafo advierte que, en su tiempo, era muy difícil conseguir permiso para las velaciones y cuando se permitían era bajo la supervisión de un sacerdote. De la última parte de su explicación se entiende por qué se fue transformando la vela del santo o la santa. Venían peregrinos de muchos lugares, forasteros los llama, pero no había suficientes albergues para ellos en los mesones ni en las casas. Entonces, esperando la misa solemne de la mañana, muchos pasaban la noche sin tener un lugar donde dormir y recurrían a entretenimientos, cantos, bebidas, bailes, cuentos, malabares… para mantenerse despiertos. Esto tenía el inconveniente, además, de que, por la mañana, algunos estaban tan cansados o habían bebido tanto que estaban dormidos al momento de la misa. Esto llevaría en algunos santuarios a edificar albergues para los devotos que venían de lejos. Tenemos como ejemplo en Puerto Rico la Casa de los Peregrinos en el Santuario de la Virgen de Monserrate, en Hormigueros.
Existe otro hecho social que debemos tomar en consideración. En ese tiempo la vida de los pueblos prácticamente se regía por el calendario litúrgico, así como por las visitas de dignatarios eclesiásticos y gubernamentales, todo lo cual rompía la rutina diaria. Esto haría que el pueblo diera rienda suelta a las manifestaciones de alegría y entretenimiento en estas festividades religiosas. En su Historia eclesiástica del Puerto Rico colonial, Antonio Cuesta Mendoza, indica sobre el particular: “En los tiempos coloniales, casi carentes de otras solemnidades sociales que no fuesen las religiosas, tales atenciones o privilegios revestían importancia grande y eran celados y estimados en el más alto grado, que en ocasiones nos parece exagerado y hasta puntilloso […]”
No perdamos de vista, además, el carácter fiestero de nuestro pueblo, lo cual no le pasa inadvertido a nuestro primer historiador, fray Íñigo Abbad y Lasierra, quien indica en su Historia que a los puertorriqueños les gustaba mucho el baile. Salvador Brau, por su parte, en el ensayo La herencia devota, indica que conoció pueblo, según el Santo Patrón que menciona nos percatamos que habla de Cabo Rojo, donde las fiestas patronales duraron treinta días. En la revista La Azucena, Alejandro Tapia y Rivera indica, sobre las fiestas patronales de Ponce, las cuales duraban diez días, que una empleada doméstica renunció a su trabajo, porque la dueña de la casa no le dio libre la noche para ver los fuegos artificiales y en una hacienda veinte empleados no fueron a trabajar por estar fiestando en ellas. El gobernador Eulogio Despujol quiso poner orden a esto y, el año 1879, determinó que las fiestas patronales se redujeran a sólo tres días. Pero, no le hicieron caso, porque el gobernador Ramón Fajardo, vuelve a insistir en lo mismo el año 1884.
No puede soslayarse el hecho de que Covarrubias explica que, aun “asistiendo ministros devotos a la guarda de la iglesia”, el pueblo hacía las celebraciones con bailes, cantos… Hasta donde he podido investigar no existía un ritual que normalizara las vigilias aquí en Puerto Rico. Supongo que la exhortación de san Pablo a su discípulo se tuviera en consideración: “Ante todo recomiendo que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracia por todos los hombres” (1Timoteo 2, 1).
Los españoles trajeron con la religión las formas y costumbres regionales de celebrar sus festividades religiosas, muchas de las cuales aún perduran y en ellas se mezclaban, tanto los elementos religiosos como los profanos. Sólo un ejemplo para ilustrarlo. El destacado lingüista puertorriqueño, Manuel Álvarez Nazario, quien estudiara el aporte lingüístico, cultural y religioso de Islas Canarias en Puerto Rico, explica que el típico pastel puertorriqueño tuvo su origen en un pastel que los isleños preparaban en su tierra, hecho de hojaldre y relleno de carne de cerdo; como carecían de harina para el hojaldre, recuérdese que empleaban la yuca para hacer el pan, utilizaron el guineo para la masa. Y no menciono la devoción a la Virgen de la Candelaria y la costumbre en ese día de prender hogueras por la noche.
Hasta donde he podido investigar, tan temprano como a mediados el siglo XVII, ya tenemos constancia de estos velatorios en los templos de Puerto Rico. En el Sínodo del año 1645, convocado por el obispo, Fray Damián López de Haro, la Constitución CV: Que no se hagan velas en las iglesias o ermitas por los cofrades ni otras personas, prohíbe esta devoción. Dicha prescripción resulta muy valiosa, porque explica el origen de esta práctica y menciona cierto ritual que en sus orígenes se seguía, ayunando, rezando las horas canónicas, maitines y laudes, de forma espaciada durante la noche. Además, se lamenta de la forma en que se ha transformado:
Antiguamente, cuando había más fervor y devoción, ordenó la Iglesia que los fieles previniesen las fiestas no comiendo carne en el día antes, y ayunando y velando en los templos, diciendo en ellos los maitines y laudes por sus nocturnos, interpolándolos, y no consecutivamente, que llamaron vigilia; y que lo que entonces, según la mucha devoción, fue de tan del servicio de Dios nuestro señor, que era velar en las iglesias de noche, ya lo vemos trocado todo: el ayuno y la abstinencia, en comidas superfluas en dichas velas; los cantares y loores divinos, en cantares y pláticas profanas; la quietud y silencio, en estrépito y ruido; la devoción y reverencia, en profanidad.
El obispo los prohíbe e impone multas a quienes lo hagan, porque ya no se ayuna, los cantos son profanos y no hay silencio sino ruido, con lo cual se ha profanado la “devoción y reverencia”:
Por tanto, mandamos que de aquí en adelante no se hagan las tales velas, ni de noche sean recibidos a ellas en las iglesias, ermitas, monasterios ni hospitales hombres ni mujeres; y adonde se acostumbraren a hacer, los clérigos cierren las puertas de tales iglesias, ermitas o hospitales antes que sea de noche, pena de seis pesos, o de doce a los que velaren, y con las mismas penas mandamos que en las dichas iglesias o ermitas no se hagan ayuntamientos, ni concejos, ni otras juntas, ni elección de oficios -y los curas no los consientan en manera alguna.
Otrosí declaramos y mandamos que los sacristanes y personas a cuyo cargo fuere, cierren las puertas de las iglesias en anocheciendo, so la dicha pena.
Resulta muy impresionante que el pueblo, pese a estas prohibiciones, continuara manteniendo su fe y siguiera con esta devoción. Porque en el Testimonio de su visita pastoral, efectuada desde el 11 de enero al 21 de septiembre de 1750, el obispo de Puerto Rico, D. Francisco Julián Antolino, deja constancia de dicha devoción y dicta unas directrices para las mismas, ordenando que concluyan con la misa de la mañana. Me da la impresión que se debía a que el pueblo continuaba con la fiesta luego de haber concluido la liturgia. Me llama la atención, además, que el prelado se reserve, en última instancia, el castigo a imponerse:
Item, por cuanto estamos informados que muchas personas hacen promesas a los santos de su devoción de estar desde el amanecer al anochecer en la iglesia donde se veneran sus imágenes, por justas causas que tenemos ordenamos y mandamos que estas promesas o velaciones que dicen se cumplan desde el amanecer hasta concluidos los divinos oficios de la mañana, prohibiendo, como prohibimos, que desde esta hora en adelante estén las mujeres con este proyecto en los conventos y ermitas, cuya devoción podrán conmutar en ayuno, limosna o hacer otra igual obra de piedad.
Según se puede apreciar establece un orden, incluso que estas promesas se podían sustituir con obras de piedad. Insisto, pese al esfuerzo que los obispos ponían en erradicar la costumbre de las velaciones de santos, el pueblo continuaba con su devoción, porque un siglo después otro obispo las prohíbe. Cristina Campo Lacasa en su Historia de la Iglesia en Puerto Rico, refiere que, terminada la visita pastoral de 1774, el obispo, fray Manuel Pérez Jiménez, da una serie de normas generales para el obispado. El punto 19 de las mismas hace referencia a unos velatorios que se hacían en las casas. Al parecer, como estaba prohibido en el templo, lo hacían ahora en sus casas:
Se había introducido la costumbre de reunirse en una misma casa hombres y mujeres para cantar y rezar el rosario en cumplimiento de alguna promesa formulada por uno o varios de los asistentes. Por lo general estas devociones se cumplían de manera muy particular y sin que ningún clérigo participara en ellas. Como es de esperar, con el tiempo estas reuniones convocadas con el pretexto religioso terminaban en una juerga descomunal, ya que el resto de la noche lo pasaban en juegos, bailes y embriagueces.
De todo lo expuesto hasta aquí, me llama la atención sólo una observación del obispo, las actividades se realizaban sin la presencia de un sacerdote. Una de las quejas constantes que los prelados comunicaban a la corona era la escasez de clero en la Isla. Al no tener alguien que lo orientara, el pueblo recurría a su iniciativa para mantener la cohesión del grupo. A continuación, se aprecia que estas actividades, ahora en las casas, eran una consecuencia de haber cerrado los templos a las velas de santos. Prosigue el prelado:
"Algunas veces, estas asambleas tenían lugar las vísperas de fiestas, lo que ocasionaba, dado el matiz de diversión nocturna que tenían, que el día siguiente faltaran a misa la mayoría de los reunidos."
El obispo desea terminar con este tipo de devoción y recurre a multar a quienes continúen con ella. No sólo eso, sino que, a quienes por tercera vez violen la orden, él se reservaría el castigo:
Ante tal situación y deseando cortar de raíz los abusos producidos por esta costumbre, el obispo impuso se multara con veinte pesos la primera noche que se reuniesen y cuarenta la segunda […] En caso de tercera reincidencia, se tendría que pasar aviso al propio prelado para que él personalmente decidiera sobre el asunto.
No obstante, la gente seguía con sus velatorios a los santos. Esto se desprende de la visita pastoral que hiciera a la parroquia de Río Piedras el obispo, Felipe José Trespalacios y Verdeja, el 11 de noviembre de 1787, porque vuelve a condenar esta devoción, aunque se celebrara en las casas, según consta en el Libro de Actas de las Visitas Pastorales:
Assi mismo prohivimos vajo excomunion […] reservada, las Juntas y velas que con pretesto de devoción […] en algunas casas de campo convidando a los vecinos in[med]iatos de todos sexos a la concurrencia gastando la noche [en] diversiones profanas que ofenden por lo comun a la divina Ma[jes]tad, acreditando la experiencia, pudiendo cada uno cantarlo [en] su casa con su familia […]
Ahora el prelado recurre no a multas, sino a una “comunión reservada” que es el cargo más grave para un creyente. El Catecismo de la Iglesia Católica (Núm. 1463) explica que la excomunión es “[…] la pena eclesiástica más severa que impide la recepción de los sacramentos y el ejercicio de ciertos actos eclesiásticos, y cuya absolución, por consiguiente, sólo puede ser concedida, según el derecho de la Iglesia, al Papa, al Obispo del lugar, o a sacerdotes autorizados por ellos”.
Téngase en cuenta que el obispo ha prohibido dicha velación bajo “excomunión reservada”, que es más grave aún que una mera excomunión. Entre las tipificaciones de esta pena, el Derecho canónico señala: la reservada y la no reservada. Ordinariamente el sacerdote confesor puede absolver cualquier excomunión no reservada, pero la reservada tiene que concederla el obispo o el papa, según sea el caso.
Entenderemos mejor todo esto con lo que Fernando Picó dice sobre el siglo XVIII, lo cual podría decirse de la sociedad puertorriqueña durante toda la época colonial: “[…] la práctica religiosa oficial era clara y minuciosamente reglamentada por el obispo. Fuera de esta práctica reglamentada el territorio de lo religioso era problemático”. Los prelados, para prohibir dichas velas, según se ha visto, recurrieron a reglamentaciones y multas, hasta que la excomunión reservada terminó con las mismas, ya que en el Episcopologio puertorriqueño de Murga y Huerga no he encontrado que se volviera a mencionar esta devoción. Sí aparecen constantes reservas de los prelados a los rosarios cantados o los rosarios de cruz, porque se bebía y se bailaba. Parecería que, al imponerse una pena eclesiástica tan severa, como es la excomunión, cesó dicha práctica.
En el desarrollo de la historia de la Iglesia en el Puerto Rico colonial, con el paso del tiempo se aprecia cada vez más una separación entre la práctica religiosa del pueblo, la cual no era contraria a los dogmas de la Iglesia, y la religiosidad institucional. Esta práctica es muestra de ello, primero se hacía al calor de la Iglesia en los templos parroquiales, luego se prohibió, pero la llevaron a sus casas, lo cual muestra su inquietud religiosa y su anhelo en la búsqueda de lo espiritual. No obstante, en la actualidad apreciamos que la Iglesia ha ido revalorizando la religiosidad popular y por eso vemos la celebración de los Rosarios de Reyes y Rosarios cantados, entre otras manifestaciones folclóricas, en el atrio del templo.
Roberto Fernández Valledor nació en Las Tunas, Cuba. Reside en Puerto Rico desde el año 1961; es hijo adoptivo de Aguadilla y de Moca.
Enseñó por muchos años en el Colegio San José de Río Piedras y el Colegio San Carlos de Aguadilla. También enseñó en el Colegio Regional de la Universidad de Puerto Rico en Aguadilla y en el Centro de la Universidad Católica de Aguadilla. Es catedrático retirado del Recinto Universitario de Mayagüez y académico de número de la Academia de Artes y Ciencias de Puerto Rico.
Entre los libros que ha publicado están:
El mito de Cofresí en la narrativa antillana
El pirata Cofresí mitificado por la tradición oral puertorriqueña
Roberto Cofresí, ¿pirata o conspirador? (drama)
Del refranero puertorriqueño en el contexto hispánico y antillano
Identidad nacional y sociedad en la ensayística cubana y puertorriqueña
Islas abrazadas, sociedad y literatura en las Antillas hispánicas
Cuba en su literatura
Reflexiones sobre el ser cristiano
Temas de historiografía puertorriqueña
En torno a nuestra fe y nuestra cultura
Historia de la parroquia Nuestra Señora de la Monserrate de Moca, Puerto Rico
Verdades y vivencias, reflexiones sobre nuestra fe
Alejandro Tapia y Rivera, sus ideas y la sociedad de entonces
Enrique A. Laguerre, nuestro novelista nacional
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