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Nelda (Eneida Betancourt Román)


Tardé mucho en averiguar el nombre de aquella mujer que se paseaba por las calles de Cabo Rojo. Se me aparecía en cualquier lugar, lo mismo en el pueblo que cruzando la cien…


Inevitablemente tenía que bajar la velocidad para mirar los mismo sus coquetos zapatos que un sombrero de lona que sus múltiples pulseras. Al bajar la velocidad descubría siempre que, a pesar del calor del pueblo, Nelda llevaba varias láminas de ropa superpuesta. Ninguna pieza era de la otra, los colores no se pedían permiso para mostrarse, en un hombro llevaba la gigantesca cartera y el otro le servía para cargar siempre varias bolsas.


Unos días iba en faldas anchas con volantes, otros en pantalones apretados o capris con anchas correas de charol, pero, nunca, nunca, nunca Nelda dejaba de verse hermosa, extravagante y emblemática.


A mí que soy advenediza en el pueblo, que llegué, sin serlo, con la oleada de habitantes nocturnos propios de los albores de las zonas metropolitanas del nuevo siglo, Nelda se me figuraba como una Frida caribeña con sus coloridas faldas amplias y sus collares grandes y vistosos. Aun habiendo visto las faldas originales de Frida, los hermosísimos collares de piedras preciosas y sus blusas artesanales... el plástico, el charol y el mahón en criterio y combinación de Nelda me parecían excelentes y dignísimos competidores.

Las pocas veces en que el semáforo o el tapón se ponían de mi lado para regalarme un segundo más de observación dichosa, me dedicaba a auscultar su rostro. Era una cara dura, un gesto fuerte en un rostro cuyos labios pintarrajeados de rojo me obligaban a aterrizar en ellos volando rápido desde el sombrero que le tocaba ese día.


Imaginaba qué Diego la esperaría en la casa para hacerla sufrir mientras ella, tal vez en la plaza, escribía sus infantiles cartas de amor y tristeza. Al menos, no era verdad, vivía felizmente con su madre.


Como toda heroína, para mí Nelda no tenía historia. Se la escribía en cada nuevo encuentro, yo desde mi carro, ella en sus largas e infinitas caminatas y recorridos. A dónde va hoy, para qué siempre tanta bolsa, de dónde sale, pero sobre todo dónde está ese bendito ropero que pare tanto color. Mientras Nelda continuaba sus interminables rutas yo iba aprendiendo: ella esperaba con ansias los abalorios que periódicamente le dejaban en cajitas y bolsas lo mismo en Juliet que en la Farmacia Irizarry, que en cualquier otro lugar cuyo santo y seña se le hubiera comunicado antes.


Esta mujer de pies grandotes que golpeaban la acera con sus pisadas rápidas y abarcadoras fue el recibimiento más cálido que este pueblo pudo darme, la más propicia oportunidad para sentirme orgullosa de ser “del mismo pueblo de Nelda.”


La cotidianidad vivida en las mismas calles que veían a Nelda caminar sin rumbo ni destino me anticipaban el día en que en la plaza la oí hablar por primera vez. Cara y voz se alinearon como recompensa por mi tesón y veneración. Pies grandotes, ya lo sabía, manos haciendo juego, era de imaginar, voz ronca y gruesa que me sorprendió cuando a la vez que alzaba su mano para tocarme la cara, más que articulando, aspirando me preguntó: “Oye, linda, ¿cómo estás?


Sus incesantes ir y venir, tan enigmáticos como consecuentes, quedaron interrumpidos una tarde en la carretera de su casa. Así es que Nelda era una deambulante con casa. Tuvo entierro como la ciudadana que era, tuvo novenario de misas, pero hasta el día de hoy nadie ha dado cuentas de a dónde fueron a parar los collares de su próximo ajuar. Hasta el mismísimo día de hoy la oigo y la veo: “Linda, linda, regálame ese collar.”


Publicado en 2007 en La página de Julia Cristina Ortiz Lugo https://academic.uprm.edu/~jcortiz/


Se puede leer más sobre Nelda en:


Foto cortesía de Arelys Rivera


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