Me tardé más de 30 años en ver, en París, el de verdad. Parada frente al cuadro, las memorias de Mr. Conrad le ganaron a la emoción que esa difuminación de El angelus de Millet había suscitado en mí toda mi niñez. No puedo decir cuántas veces miré esa lámina que, colgada en la pared, me recibía a la entrada de la casa. No puedo explicar la puntillosa evaluación sagrada que hacía del entorno de los campesinos, el cariño espontáneo que me provocaban las dos figuras, la impaciencia que me golpeaba al tener que imaginar en boca de cuál de ellos se oiría “El ángel del Señor anunció a María” o “Y concibió por obra del Espíritu Santo.
”Wilmer Conrad era de Santa Cruz. Vivía solo y se sabía por lo bajo que su mujer lo había abandonado. A mi hermana y a mí eso nos tenía sin cuidado. Había cosas más interesantes que decir de él. Por ejemplo, su barriga grande o su cara llena de tocones blancos cuando no se afeitaba. Sus camisas de un blanco amarillento, eran de un algodón flaquito, como las que nos poníamos para ir a la escuela. Mr. Conrad, con sus pantalones negros de doble ruedo, usaba grandes zapatos negros que crujían y presionaban fuertemente la madera del piso. Parecía siempre un mesero de La Mallorquina, grande y bonachón.
Desde la galería de nuestra casa gemela con la de Mr.Conrad, veíamos su cocina. Cuando se inclinaba sobre la mesa de porcelana, demasiado baja para su estatura, apostábamos a qué calentaría en la estufita de huracán: espaguetis Chef Boyardee o sopas Campbells de pollo y fideos. Por las mañanas creíamos sentir, a través del patio, el olor que salía de la mezcla de yema de huevo en copita de vino que al empezar el día Mr. Conrad se tomaba. Eran momentos de ascos y huacas, pero todo era parte de prepararnos, mi hermana y yo, para cuando, supuestamente de adultas, celebráramos el mismo ritual. Restos de sopas sin usar y latas de espaguetis sin terminar se guardaban en la blanca nevera Coldspot de puerta gorda y gancho que se alzaba. Para asegurarse el día de mañana a Mr. Conrad le bastaban la lata y el plato de loza descascarada. Colesterol y botulismo no eran palabras de nuestra conversación.
Los domingos eran tristes. Wagner a través de las celosías y el calor del sol replicándose de verde, turquesa y amarillo. Con la caída de la tarde construíamos nuestro angelus mayagüezano mientras los hilitos de polvo venían a dar hasta la entrada de doble escalera que era nuestra entrada común. Adentro estaba Mr. Conrad mirando una y otra vez su colección de sellos. Con la cabeza inclinada, como el campesino de Millet, examinaba con su lupa de mango negro las anchas láminas de papel de cebolla extendidas sobre el cristal del escritorio de metal gris. La lupa grande y cuadrada salía de una gaveta que se encajaba cada vez. Más que los sellos, disfrutaba la pupila azul magnificada que miraba en Mr. Conrad mientras él, a su vez, miraba los sellos. Casi siempre mis ojos seguían las pinzas y el movimiento cuidadoso con el que Mr. Conrad despegaba los sellos. Creo que no preguntaba de dónde eran, me concentraba en el azul de los sobres de papel transparente y rayas de colores que mucho más tarde recibiría yo también desde tierras aztecas. Air Mail. Par avion.
En el plano de nuestras casas, su biblioteca correspondía exactamente a la habitación que compartíamos mi hermana y yo. Como Alicia en la calle Méndez Vigo, traspasaba la intermitencia que salía de su radio de mueble y escuchaba junto a él y con mi hermana, los programas, que en otras lenguas, le entraban a la casa. En la biblioteca del gigante de Santa Cruz, en la noche silenciosa de la Playa de Mayagüez, se oían, entre otros, los acentos de las Netherlands. Antes de que todo acabara en nuestra calle, antes de que Benjamín Cole diera licencia para convertir a Mayagüez en un gran lote para cementerios de carros usados, antes, mucho antes, la hija de Mr. Conrad se lo llevó a Santa Cruz. Después, mucho después, desde Santa Cruz, un Air Mail, Par avion, llegó para mi hermana.
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